
El despertador atronó en
la habitación. Mario lo apagó de un golpe seco. Entreabrió su párpado derecho;
entre las cortinas no se filtraba más luz que la del alumbrado eléctrico de la
calle. El desánimo le invadió: “¿cuándo terminará el invierno?” Al cabo de un
minuto, y habiendo hecho acopio de fuerzas, Mario se levantó. Mecánicamente,
fue representando los actos de su inalterable rutina diaria: afeitado, ducha,
secado y peinado, boletín de las 7 en Radio Nacional, loción, colonia, camisa,
traje, corbata, dos panecillos integrales, café instantáneo preparado con leche
fría, portafolios, llaves, puerta, rellano, de nuevo llaves, botón de llamada
del ascensor… El ascensor.
La tarde anterior no
funcionaba, y había tenido que subir a pie. Se había consolado pensando que, al
fin y al cabo, un tercer piso no requería tanto esfuerzo. A la altura del
primero, había oído voces y golpes detrás de la puerta. “Operarios que estarán
arreglándolo”, había pensado. No le había extrañado encontrar el elevador
estropeado; a pesar de ser nuevo, su mecanismo se estropeaba con frecuencia. En
cambio, la rapidez con la que el servicio técnico había acudido a repararlo sí
le había sorprendido. Tanta premura era mucho menos habitual que las averías.
Sea como fuere, en aquella mañana invernal las puertas del ascensor se le
abrieron a Mario con toda normalidad. Como todos los días, pudo escuchar el
roce de las puertas correderas contra el marco metálico del hueco del ascensor.
Desde el mismo momento en que vino a mudarse a la que era ya su casa, ese
chirrido grave y prolongado representaba para Mario la frontera entre su mundo
privado, seguro y ordenado, y la batalla desesperada con su vida profesional.
Funcionario de un servicio crónicamente falto de personal, Mario vivía su
jornada laboral más del modo en que un común mortal acometería los trabajos de
Hércules, que como el dolce far niente
del arquetípico empleado público, ocioso y haragán.
Entró en el ascensor y se
sorprendió al ver su imagen reflejada en un espejo. Ese espejo no estaba allí
el día anterior. Cubría todo el fondo del ascensor, desde la altura de sus
rodillas hasta el techo, dejando un borde de apenas dos centímetros a su
izquierda y derecha. El espejo había sido instalado sobre el revestimiento
interno del elevador, fabricado con placas de falsísima madera de un aún más
falso color cerezo. Estos eran pues el material y el color de los bordes
laterales del espejo. Mario advirtió rápidamente más cambios: en las paredes
derecha e izquierda del ascensor, también habían sido instalados sendos
espejos, iguales al que ocultaba el panel del fondo.
Miró su reflejo en los
dos espejos laterales: primero un perfil, luego su cara de frente, después, al
darse la vuelta hacia el otro espejo, su otro perfil, y, finalmente, de nuevo
su rostro, que le devolvía una asombrada mirada. La situación justificaba la
sorpresa: por efecto del reflejo mutuo de cada espejo en su opuesto, su imagen
se repetía una y otra vez en una infinita curva alargada hacia un invisible
final. El ruido que hicieron las puertas al cerrarse le recordó que debía
pulsar el botón correspondiente a la planta baja. Al girarse hacia un lado para
hacerlo, descubrió que los dos paneles de la puerta lucían, cada uno, su
respectivo espejo. Los dos vidrios formaban uno al unirse en el centro sin
apenas resquicio entre ambos. El ascensor comenzó a descender.
Mario miraba divertido su
figura infinitamente repetida hacia los cuatro puntos cardinales. Agitó su
mano, y cientos de Marios le devolvieron el saludo: enfrente, a su izquierda, a
su derecha, y adivinaba que lo mismo ocurría a sus espaldas. Se aproximó
entonces al espejo de su izquierda, se sonrió a sí mismo y a sus dobles,
mientras acercaba su cara al cristal, ladeándola un poco. Quería verla al mismo
tiempo en dos espejos desde poca distancia. Sintió un pequeño escalofrío, una
fracción de segundo de vacío, y volvió a encontrarse en el ascensor, rodeado de
espejos. Delante de él, su multiplicado reflejo tenía un aire algo aturdido. Lo
mismo ocurría a los lados con sus perfiles. Detrás de él… Mario se volvió hacia
atrás y se vio a si mismo con la cara pegada al cristal, esquinada, mirando a
la vez al vidrio que los separaba y, de reojo, al de su izquierda. Su reflejo
estaba inmóvil, no seguía sus movimientos. Se asustó.
Sopló una brisa fresca, y
fluyó un olor de juventud, el del césped recién cortado en el patio de de su
colegio. Se sintió invadido por un súbito sentimiento de euforia, matizado por
una pizca de melancolía. Abrumado por la avalancha de inesperadas sensaciones,
y queriendo huir de ese reflejo que ya no era el suyo, dio un paso atrás. Topó
con el espejo que estaba a sus espaldas. Con un ligero estremecimiento, volvió
a traspasar la breve nada, y se halló en el ascensor. Se tocó, se confirmó
entero y real. En el espejo que quedaba frente a él, su propia imagen le volvía
la espalda, apoyada contra el cristal que les separaba. Mario se giró
rápidamente para mirarse en otro espejo. Se encontró con su propia cara, mil
veces desgatada por la ambición: arrugas más que precoces en el rostro, pelo
cano pero amarillento, bolsas bajo los párpados. Se supo egoísta. Sintió la
mezquindad adherida a su piel, como una gruesa protección contra los
sentimientos ajenos. Cientos de miradas que él entendió justas le laceraban sin
piedad.
Desbordado por el horror,
dio un paso al frente. A través del vacío, apareció en el ascensor. Seguía
bajando. Abrió los ojos poco a poco, y vio como sus infinitos reflejos abrían
los suyos con él. Ellos estaban tranquilos, quizás más de lo que él mismo lo
estaba. Le sonreían, Mario estaba enamorado. Dedicación y entrega inabarcables
adormecieron sus sentidos. Fue la felicidad. Mario no se movía, no quería
romper el encantamiento. De pronto un golpe, una pérdida, y un gesto de dolor
reflejado infinitas veces. Por último, la humillación. Mario necesitaba escapar
del dolor, del más grande dolor que nunca sintiera, de esa evocación que ahora
veía mil veces repetida, de frente, de perfil, de espaldas, como la seguía
viviendo día tras día. Saltó hacia delante.
Sus multiplicados
reflejos le recibieron esta vez con los ojos bien abiertos, respirando
agitadamente. Poco a poco, Mario se fue sosegando, y con él, sus otros. Pero la
tregua fue corta, pronto se encontró hundido en la duda, corroído por la indecisión.
En el espejo, los músculos de su cuello se tensaron, y rictus apenas
perceptibles fueron marcando su semblante con el rastro de obsesiones nunca del
todo dormidas. El tormento de la vacilación no tenía piedad. Nuevamente, intentó
la huida hacia delante.
Mario volvió a sentirse
ingrávido por un instante. El ascensor fue atenuando su descenso. Ninguna
sensación. Mario, sin acabar de creerlo, se miró en el espejo del fondo. Vio
una línea interminable de hombres bien peinados, con la corbata perfectamente
anudada, apenas una mota de caspa en el hombro. Rostros algo extrañados por lo
vivido, pero listos para enfrenarse al día que comenzaba. El elevador se
detuvo. Mario se impacientaba. Oyó como las puertas comenzaron a abrirse a sus
espaldas. Empezó a darse la vuelta para salir. A medio movimiento, su mirada
pasó por el espejo lateral. Allí, sus reflejos, sus infinitos dobles,
arrancaban el paso y, con toda naturalidad, salían por las puertas de sus respectivos
ascensores. Presa del pánico, Mario se apresuró a terminar su giro. Las puertas del ascensor estaban cerradas.